Desde 2018, en este mismo espacio hemos referido varias veces el libro «Cómo mueren las democracias», donde los politólogos estadounidenses Steven Levitsky y Daniel Ziblat intentan explicar de manera fundamentada y crítica los problemas de gran parte de las democracias representativas y cómo muchos países antaño democráticos se desmoronan por la presencia de dirigentes con creciente animosidad y escasa efectividad.
Debilitamiento de los cuerpos legislativos, manipulación de la justicia, censura de los medios de comunicación, sobornos a empresas privadas y reforma de reglas políticas, entre otras, son las causas que los autores observan como comunes en la erosión de dichos sistemas políticos.
Levitsky y Ziblat estiman que ese fenómeno de corrupción generalizada, sumado –sobre todo en esta parte del mundo- a las malas condiciones económicas que atraviesan los países, muchas de ellas generadas por las viejas recetas de organismos intervencionistas como el Fondo Monetario Internacional o por el statuo quo construido en economías históricamente injustas en la distribución de la riqueza, lleva a que muchos ciudadanos comiencen a dudar de los beneficios del sistema democrático. Con ello, los electorados suelen virar hacia líderes autoritarios, de origen foráneo a la política tradicional, maneras políticamente incorrectas y soluciones “mágicas” a problemas complejos. Los resultados suelen ser un ejemplo más del célebre “a veces es peor el remedio que la enfermedad”.
Decir eso y describir la actualidad argentina es lo mismo. Frente a ello, será fundamental el rol activo que deben jugar las instituciones democráticas y los actores políticos, quienes deben ser los primeros en frenar cualquier intento de vulnerar las reglas del juego democrático. Esperar que gobiernos y dirigentes con poco apego a las reglas se autolimiten es utópico.
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